Hubo una vez un hombre que pintaba sobre viejos cordobanes, sobre el papel de arroz, sobre la seda. Se llamaba Solgo. El emperador quiso comprar su genio, los monjes quisieron comprar su genio, pero él solo quería pintar la montaña azul tras la ventana, la luna amarilla, el renacuajo en el agua y un cerezo tan verdadero que embriagó a todos los hombres que no tenían nada.