Ocho días antes de las calendas de febrero del año 41, el emperador Calígula moría asesinado por su propia guardia. Senadores y pretorianos, en una insólita conjura, se habían aliado para dar fin a un mandato de apenas cuatro años. Calígula aún no había llegado a cumplir los treinta años, edad más que suficiente para que su recuerdo haya llegado hasta nuestros días como paradigma de vesania y crueldad, bajo el apodo que los soldados de su padre, el general Germánico, le habían impuesto en su niñez: Botita.