Puede que Lupercia y Basilio se casasen un día enamorados y puede también que se jurasen amor eterno. Eso es, al fin y al cabo, lo que hace casi todo el mundo y lo que sucede en las mejores familias... Lo malo es que, después de varios años de vida en común, nuestros protagonistas se aburren el uno del otro y llegan incluso a ignorarse recíprocamente. Continúan regentando al alimón un negocio familiar (una modesta mercería especializada en ligueros de fantasía y lencería sugestiva) y comparten la casa, pero duermen en habitaciones separadas, con todo lo que ello supone. Únicamente los domingos y días festivos tienen por costumbre almorzar juntos en un restaurante conocido por su paella valenciana y se cuentan algunas cosas a propósito de sus respectivas vidas aunque sea sin mirarse a los ojos y sin demasiado entusiasmo.
De todas formas, para sobrellevar sus soledades, los dos cónyuges deciden comprarse sendos muñecos de silicona que cubran en lo posible sus respectivas necesidades sexuales. Son dos muñecos de alta tecnología, provistos de sofisticados circuitos impresos, capaces de moverse por sí solos, de hablar e incluso de cantar algunas arias de ópera.
Un domingo por la tarde, de regreso del restaurante, Basilio y Lupercia sorprenden a sus respectivos amantes de silicona haciendo el amor sobre el sofá, frente al televisor, indiferentes a la severa mirada del caballero que los contempla escandalizado desde un retrato oval.
¿Será ésta, se pregunta Basilio frente a los desvergonzados muñecos, la nueva clase de adulterio que espera a los hombres y mujeres del futuro? ¿Ser traicionados por sus amantes de goma?
En ese punto empieza, de hecho, una historia que se ofrece al lector como una crítica divertida y desenfadada, aunque no exenta de acidez, de la mitificación del sexo que caracteriza a nuestra sociedad. El final es imprevisible y no es justo ir directamente a la última página de la novela para conocerlo antes de hora. Vale la pena esperar...