Sin un programa establecido, sin avión y sin mapas, pero siempre hacia el oeste, con estas premisas partió J.M. Romero a dar la vuelta al mundo. Con un cuaderno de viajes por compañía. Le quedaban por delante las travesías del océano Atlántico y del Pacífico en cargueros, un velero en Indonesia, el desierto australiano y la Siberia invernal. Iba al encuentro de enmarañadas megalópolis como Lima y Moscú, y de las placenteras Vientiane en Laos, Iquitos en Perú o Nelson en Nueva Zelanda. Le esperaban la enfermedad, la estafa, el asalto, pero también los cielos estrellados en el océano, las puestas de sol en islas paradisíacas y la exuberancia de las selvas. Conocería al compañero, al hospitalario, al presidente, al traficante, al ladrón y al paria. Todo, sin estar previsto, según dispusiese día a día un camino siempre nuevo, todavía por estrenar.