El Gauleiter estuvo un rato saboreando el pequeño y voluptuoso placer de hurgarse con el dedo índice entre los dedos de los pies. Se quedó sentado un momento en el borde de la cama, carraspeó y se levantó para estirarse. Medía un metro setenta y pesaba unos ciento quince kilos: el perfecto jefe del Partido, con un cráneo amplio y denso de una anatomía tan sencilla como la de una piedra; su órgano principal, la boca, conectado mediante una gruesa cuerda al cerebro del Partido, sin zona de enfriamiento, sin cámara intermedia para la reflexión; dos simples líneas trazadas como el contorno de una barrica de las orejas a los tobillos y un esqueleto de pesados huesos rodeados de grasa. El trasero recordaba a dos asnos recostados el uno contra el otro.
Era un experto en el uso del cuchillo y el tenedor y en el alzamiento del brazo para el saludo reglamentario. Sabía golpear y abofetear con un puño o con ambos, y sus pícaros ojos de cerdo conocían a la perfección la mira del rifle, la escopeta o la pistola. Sus músculos más desarrollados eran los de los glúteos que apretaba cuando se ponía firmes ante un superior.