Despuntaba por sí sola la idea de ir a la montaña. Iba asociada a la sensación de que el fermento popular de los primeros meses quizás estaba mitigado, la ocasión perdida. Ahora uno tenía que arreglárselas por sí mismo. Ya no existía nada público en Italia; nada de lo que normalmente se considera la cultura de un país. Quedaban sí (además de las nuevas instituciones de tipo neofascista, que se sentían como cuerpos extraños, morbo, amenaza) las instituciones privadas, las familias refugiadas en sus casas, los escondrijos domésticos, el trabajo de las mujeres, y también las iglesias, los curas, los poetas, los libros. Quien lo deseara podía retirarse en esos capullos privados y permanecer allí a la espera. Eso no era para nosotros, y nunca se nos ocurrió.
Nos considerábamos neófitos y catecúmenos, pero estábamos convencidos de que en ese momento nos tocaba precisamente a nosotros recoger esos misterios y sacarlos de las ciudades contaminadas, de las llanuras por donde pasaban las columnas alemanas, de los pueblos donde reaparecían, en negro, los funcionarios del caos. Resolver los misterios, ir a las montañas.