En el tablado de los paisajes cotidianos, esperpénticos guiñoles representan múltiples argumentos de la antigua farsa: la muerte, el sexo, la vida cotidiana. Personajes nacidos en la entraña misma de nuestra propia idiosincrasia, deformados por los espejos del callejón del Gato, sostienen cada una de las piezas que dan lugar a este retablo. Retablo a la manera tradicional; cada unidad, cada narración, tiene sentido pleno en sí misma, a la vez que forma parte de una unidad mayor: el retablo.
La crítica, la ternura, la ironía o el amor son la paleta básica de estos relatos, llenos de acusadas reminiscencias quevedescas, valleinclanescas o celianas. Hundidas sus raíces en la rica tradición de la literatura española, muestran claros ecos de la picaresca, de la sátira, del modernismo. Al igual que sucede con la pintura de Juan de Valdés Leal, Goya o Solana, no hay excusas como la caridad, paños tibios como la misericordia, rémoras como la moral.
Al final, en última instancia, el carnaval eterno de la literatura: el arte es lo que queda.