En aquellas mismas estancias, que incluso habían servido de improvisada enfermería durante la guerra civil, había contraído matrimonio con mi abuelo, un contrabandista de pieles y marfil investido de un aura peligrosa que le había robado el corazón sin esfuerzo, un ser impulsivo que ni siquiera había podido aguardar a que terminara el convite para desflorarla, improvisando un tálamo sobre los sacos de harina de la despensa mientras los invitados los buscaban para cortar la tarta.