En Lo que la noche le cuenta al día (Andanzas 186), primera entrega de ese viaje hacia sí mismo, o de esa «autoficción», como ya la ha bautizado la crítica francesa, Bianciotti nos había dejado una noche de marzo de 1955, en el puerto de Buenos Aires a bordo de un barco que debía llevarle a Europa.
Pues bien, aquí le tenemos a su llegada a Italia, el 18 de marzo, con veinticinco años, sin un centavo, pero armado de una doble convicción: su viaje será sin retorno y, para mantenerse en pie, tendrá antes que aprender a caer. Así, primero en Nápoles y después en la Roma de la dolce vita, desprovisto de todo y en la más absoluta indigencia, empezará la caída solitaria a los infiernos del hambre. De ese tiempo en el umbral de la nada, rescata ante todo personajes que, por amistad, compasión o interés, se cruzan en su camino, desde los sórdidos encuentros fortuitos, hasta el deslumbramiento que le produce Maria Callas. El duro deambular forzoso se prolonga en el agrio Madrid del franquismo, donde, aprendiz de comediante de la mano de Antonio Vilar y «arropado» por la excéntrica Ana de Pombo, inicia otra etapa dolorosa, aunque estimulante, entre la generosidad de unos y la vileza de otros. Y por fin, París, destino por siempre deseado, al que accede atrapado en las redes de «Domenica», adorable y exasperante pintora, que no es otra que Leonora Fini, y donde se inicia para él otro viaje, no menos arriesgado: el que le lleva de su lengua natal a la lengua francesa.
Difícilmente se habrá sentido el lector tan cerca del abismo en el que puede adentrarse un hombre que no admite para sí otro destino que el que se ha trazado él mismo. En esa larga busca, autor, y lector, recorren el lento, tenebroso y bellísimo aprendizaje de la dignidad.