Vale, Dios no dice nada cuando Le hablan, asunto a partir del cual se han escrito pliegos interminables, pero no por eso es menos vengativo y cruel. Lógicamente, el mayor conspirador de la historia actúa en silencio, y de Él no hay manera de escapar, como bien sabe cualquier paranoico de orientación pesimista (alguien que ha entendido la situación y no temería lo peor si no esperase algo mejor).
Estamos hablando de Shalom Auslander, educado en la ortodoxia judía, de la cual se desvió primero a través de la pornografía y la comida no kosher, la marihuana, el hurto y la masturbación compulsiva, y luego a través de una vida que podríamos llamar laica. Y que viene a ser lo mismo, porque el autor sigue creyendo -es decir, temiendo- de modo «agobiante, incurable, miserable». Por eso, ahora que su hijo está por nacer, no sabe si hacerle cortar el prepucio según ordena la tradición o esperar algo peor que la muerte, una tortura más lenta, dolorosa y, sobre todo, divertida a los ojos de Dios.
Dejando de lado la anécdota, este memoir (pues no hay aquí más ficción que en la Biblia, aunque tanto castigo parezca mentira) da cuenta de una rebelión inevitable y al mismo tiempo inútil. Estas Lamentaciones meditan, pues, sobre la identidad. ¿Soberanía y sujeción a partes iguales? Nadie responde.
Los calificativos «hilarante» aunque «triste», «subversivo» e «iconoclasta» pero «piadoso», «conmovedor» y sobre todo «genial» se repiten casi como una plegaria en los muchos elogios de la crítica, junto a las comparaciones con Philip Roth, que no son odiosas porque Auslander incluso sale ganando, Sedaris, Eggers y Woody Allen. Si usted no se ríe con el sufrimiento del autor, le devolvemos el dinero. Pero, si sólo se ríe y no padece y se maravilla y empieza a temer un castigo desproporcionado a su complicidad en la lectura de esta blasfemia, le recomendamos que vuelva a comprarla como se compra a veces, ingenuamente, el perdón.