Carlos Maceda pide a sus dos mejores amigos, Santiago Álvarez y Marta Timoner, dinero para sufragar la crisis de su pequeña empresa de electrónica. Ellos aceptan dejárselo y, a partir de ese momento, las decisiones de sus vidas quedan a la intemperie, como si el acto de prestar y recibir dinero les hubiera dejado expuestos a la mirada de las personas próximas, maridos, novias, esposas, socios, empleados, amigos, expuestos a la mirada del narrador.
Los personajes de La conquista del aire crecieron oyendo hablar de instituciones -amistad, bien, justicia social- que ya eran sólo el eco de sí mismas, restos de coordenadas que estaban disipándose; también la práctica del diálogo o de la lectura en las que se formaron tornaban a perder su lugar con el cambio de siglo. Cabe imaginar la suya como la historia de unos individuos conocedores del valor de ciertos fines que, al alcanzar la edad adulta, encontraron un mundo donde no podía darse la responsabilidad del hombre y la mujer sobre sus signos, un mundo sin autonomía, a merced, por así decirlo, de las órdenes implícitas en los procesadores de textos. Y entonces quizá intentaran conquistar ellos el pulso, la capacidad de darse normas y actuar al margen de las normas de su grupo social, aunque tal vez intentarlo en solitario fuera como llenarse las manos de aire, como hacer castillos en el aire, como querer vivir del aire. El aire, sin embargo, era lo que tenían para respirar.
Belén Gopegui hizo un deslumbrante debut a principios de los noventa con La escala de los mapas, tan celebrada por críticos y lectores. La conquista del aire, una novela tan ambiciosa como lograda, confirma y aun supera las muchas expectativas que se depositaron en ella.