Ésta es la crónica de un viaje narrado por un ventrílocuo descerebrado que ha intentado poner en escena poco menos que la voz de su conciencia, la conciencia misma, a lo bestia, ser el Paco Ibáñez de la ventriloquía, dice él, y sólo consigue que le pateen animadamente la cabeza, en grupo, en liga, en procesión. De modo que lo que en apariencia se plantea como un viaje a los infiernos termina siendo un guiñol burlesco instalado en el Real de la Feria de la imaginación y el delirio, una fantástica parada circense protagonizada por personajes extraordinarios -de Pinocho a Corto Maltese-, aunque en ocasiones adquiera visos de antigua danza de la muerte. Es un viaje al corazón de una ciudad imaginaria, invisible para la mayoría, que el autor bautizó en su día Umbría, y de paso a los lugares más recónditos de la memoria de su protagonista, el ventrílocuo que quiso ser artista de variedades y aprende a palos que en ocasiones es mejor inventar que recordar, olvidar para vivir, y que tiene la suerte de contar para ese trago con la inestimable compañía de sus memorables muñecos: la Wendy, el Doctor Mabuse y Robin Hood. Lugares recónditos de la memoria donde duermen agazapados como animales extraños los lances inconfesables, las vergüenzas, los dolores secretos, las trampas de la pura supervivencia, la humillación, la mentira, ingredientes todos de esta novela, que el lector avisado reconocerá como cosa común, más que propia, claro.
Un viaje, de la muerte a la vida esta vez, en trenes que de verdad parten, que decía Antoine Blondin, que hace de La flecha del miedo la novela más arriesgada y ambiciosa de Sánchez-Ostiz y que cierra de manera sorprendente el ciclo comenzado con Las pirañas, escrita, como es habitual, con un lenguaje brillante, impecable, riquísimo.
Por las tablas de ese guiñol burlesco pasan los personajes queridos de su autor: campeones de la supervivencia, vagos, sopistas, pícaros, vendedores de momias o de la pura nada, tanto da, militantes de los arrabales de la política antifranquista, patriotas de pacotilla, pistoleros, mercenarios, toxicómanos, borrachones, motoristas de la muerte, contrabandistas del aire, jugadores compulsivos de la Oca, magos, inefables exiliados parisinos de los setenta, profesionales de la cosa pública que hacen de ella cosa de subasteros, fanáticos diversos, exorcistas catedralicios, locos y loqueros varios, y hasta una Beatriz que va gustosa tras las huellas que, en forma de palabras, va dejando Pulgarcito en la caverna del Ogro, todos con sus pasiones de poca o mucha monta a cuestas, y salidos de un mundo sombrío, crepuscular, que el autor ha demostrado haber explorado a conciencia, y de su memoria incierta rescatados en un tono que va del quejido a la burla.