Juan K llega al pequeño pueblo de la costa con su hermosa colección de camisas de verano. Alguien consiguió convencerle de que en el pueblo encontrará muchas mujeres hermosas, dispuestas a concederle sus favores. Van a ser siete días pletóricos de amor, piensa. Se instala en una vieja pensión, regentada por un nonagenario que recuerda demasiado a su difunta esposa y una sobrina inquietante que, como suele ocurrir con cierta frecuencia, tiene un ojo más grande que el otro y el tabique nasal bastante desviado hacia la derecha.
Van sucediéndose, uno tras otro, los fracasos amorosos de Juan y mientras tanto, en el sótano de la pensión, las pérfidas hormigas agitan las antenas y se preparan para el ataque final, largamente meditado y anunciado, tal vez, por una mancha circular que la humedad ha dibujado en el techo de su cuarto, justo encima de su cabeza.
En el comedor, junto al televisor y frente al sillón de mimbre del viejo, hay también una mórbida planta de interior de grandes hojas carnosas, celosa de la sangre de los hombres. Por las noches, cuando piensan que nadie puede oírlas, las hojas intercambian entre sí amenazadoras consignas y anuncian la inmediata venganza de la clorofila.
De poco sirve, pues, que Juan cuelgue amorosamente en el armario sus siete camisas con los siete colores del arco iris. La mancha del techo sigue creciendo y creciendo y, cuando por fin desaparece, es ya demasiado tarde para pensar en componendas de última hora. Todo está ya a punto para su consumación.
Esta última incursión en el «territorio Torneo» entusiasmará de nuevo, sin duda alguna, a sus numerosos y fidelísimos lectores.