Tal vez el título genérico de Cuentos perversos no sea el más adecuado para definir la colección de historias más o menos breves (algunas brevísimas) que se agrupan en este libro. Lo decimos así porque muchas de ellas no están protagonizadas por gente especialmente perversa (entendida la perversidad como maldad suprema) sino, sobre todo, por criaturas solitarias, desconcertadas, atrapadas en la ratonera de la vida, que buscan la salida del laberinto por el que vagan desde hace años tratando de encontrar una salida que les conduzca a dimensiones más amables.
Podríamos decir, pues, que la «perversidad» de este libro, más que en sus personajes, está en las circunstancias canallas que en mayor o menor medida condicionan y definen sus vidas. Tanto es así que el autor considera que mientras esas circunstancias permanezcan y sobrevivan sus víctimas, no puede ni debe escribir sobre otros temas ni desde otras perspectivas más amables; hacer lo contrario le parecería una frivolidad. Reconozcamos de una vez por todas que vivimos tiempos duros, en los que el escritor y sus criaturas, para conservar su dosis de sensatez, no tienen más remedio que refugiarse en la locura.
No nos preocupamos tanto, de todos modos, por el título de este libro. Al fin y al cabo, no es el nombre el que hace las cosas. Nos lo dijo de otro modo Shakespeare hace ya muchos años: «¿Qué hay en un nombre? Lo que llamamos rosa olería tan dulcemente con cualquier otro nombre».
Con este nuevo libro, Javier Tomeo -un autor que la crítica europea ha situado en el territorio de Goya y Buñuel, lonesco y Kafka- demuestra que su personalísimo talento narrativo se ejerce con igual maestría en los cuentos que en sus novelas.