Título descatalogado.
Lecciones para una liebre muerta, contadas en doscientos sesenta fragmentos, son pequeños relatos que se alternan, saltan en el tiempo y juegan unos con otros para constituir de alguna manera una enigmática narración que los acepta a todos como partes alusivas (y elusivas).
Es así que un escritor sin nombre, aunque algunas cosas que dice de sí mismo y de su vida parecen coincidir con hechos de la vida de Bellatin -y «el escritor Bellatin» es también en algún momento de su relato uno de sus personajes-, cuenta en primera persona que ha conseguido una residencia en una casa para escritores en los Estados Unidos, para escribir en silencio y concentración. Habla de sus rituales con las máquinas de escribir, tiene una mano artificial, una Otto Bock, muy compleja, que a veces le juega malas pasadas, un hijo al que le cuenta sueños que aluden a algunos de los fragmentos -o los generan-. Y cuenta la historia de su abuelo de supuesto origen quechua, que cuando visitaban el zoo le contaba la historia de Macaca, una mujer que después de la muerte de su amante asiático asesinado por la policía, fabricante de zapatos de piel de roedores que él mismo cazaba, se dedicó a la venta de propiedades, de las que también se enamoraba, y mantenía complejas relaciones con los jardineros que cuidaban de los jardines.
Este autor, que es y no es Bellatin, también contará la historia de Margo Glantz y la mujer que insistía en alimentar a la perra de la escritora con trozos de hígado crudo, y de cómo Margo Glantz inventó un golem para librarse de ella. Y también dirá cómo fue clonada Margo Glantz en la figura de un oficinista para formar parte de una performance que el escritor Bellatin llevó a cabo en París. En otros fragmentos que se van intercalando, y sin que nadie se atribuya el relato, se cuenta otra red de historias, la del poeta ciego, relacionada a su vez con las tribus de nómadas que crían perros de pelea que acaban recluidos en la institución llamada la ciudadela final, y la historia de un traductor.
Y es aquí cuando el lector comienza a creer que ve con -cierta- claridad que Bellatin ha querido construir una máquina de contar desde dentro de la literatura y de su propia literatura. Y los relatos continúan desdoblándose, generándose oblicuamente casi como el del paciente de un psicoanalista en un diván, que construye sus propios mitos. Y así sabemos del filósofo travestí que visita a Mario Bellatin, el escritor, y de la historia de la mujer que dibuja niños muertos, y del alma del narrador, y de su exilio, y de los talleres de ortopedia que visita de niño en los hospitales. Y la liebre muerta del título, algo así como un fetiche de la Lección de Arte para una Liebre Muerta de Joseph Beuys, es el hilo subterráneo que como realidad o fantasía vertebra relatos, uniendo y desuniendo hermanos, produciendo gemelos sin brazos, lenguaje, literatura.
Su novela anterior, Flores, ha tenido una acogida excepcional:
«Como han dicho Juan Villoro y Sergio Pitol, con Bellatin "la novela vuelve a ser un género mayor''... Uno de los proyectos literarios más particulares del último tiempo en Latinoamérica» (Gabriel Agosin, Página 12, Buenos Aires).
«Una de las figuras más singulares de la reciente narrativa latinoamericana» (Miguel García-Posada, Abc).