Digan lo que digan, a todo el mundo -salvo rarísimas excepciones, que tal vez no merezca la pena tener en cuenta- le gustan los boleros (sostiene Tomeo). Lo que pasa es que no lo reconocen. Prefieren continuar encerrados en el inmenso armario de los sordos.
«Los boleros me recuerdan que tengo corazón», le confesaba hace años un docto amigo alquimista que, aunque sólo fuese con la imaginación, se pasaba el día entre fríos alambiques, retortas y matraces. En aquellos tiempos, por suerte, tener corazón no resultaba tan arriesgado como lo es en estos duros tiempos, aunque sólo fuese porque entonces esa víscera todavía no se había pasado de moda y quedaba mucha gente que disponía de un corazón sin mácula, impoluto y generoso, dispuesta a cerrar los ojos y a iniciarse en la arriesgada aventura del amor.
Hoy en día, sin embargo, tener corazón y confesarlo es otra historia. Resulta más arriesgado. Y ése es, en cierto modo, el riesgo que corre el personaje central de esta historia, es decir, nuestro cantante de boleros, del que ni siquiera sabemos cómo se llama.
Pretender cantar boleros, además, puede resultar patético cuando los demás, para manipularnos mejor, nos dicen que no lo hacemos mal del todo y que, aunque tenemos poca voz y desagradable, ponemos en el empeño mucho sentimiento: «Adelante con tus boleros», vienen a decirnos, dándonos unos cuantos golpecitos en la espalda. Y mientras tanto cambian una mirada de inteligencia con sus secuaces, burlándose en su fuero interno de nuestra ingenuidad, y siguen maquinando secretamente sus planes.
Con El cantante de boleros, este singularísimo y prolífico autor que es Javier Torneo nos obsequia con una de sus mejores cosechas.