Los poemas de La velocidad del mundo recorren casi en sigilo, de la mano de la autora, el paisaje físico y sentimental de la Tierra. Engarzados al espíritu de los fenómenos naturales –la luz, la lluvia, el viento, ¿el amor?...–, tratan de apresar el momentum del sencillo, fugaz y precioso viaje de la vida en cada verso. No pretenden construir imágenes bellas, sino formar parte de la terrible belleza del mundo, de su alegría y su oscuridad. Al igual que en la poesía china clásica, el poema encuentra su camino invisible hecho de palabras; palabras que no son sólo artificio, sino que desean suceder, como otras piezas más de la Naturaleza. Así, el orden del Universo tiene también su reflejo en el poema. Y el poema se asemeja al “árbol que da sus frutos sin pensar”, como diría Roberto Curto. No se trata aquí de describir al mundo, ni de representarlo, sino de “ser” una pequeña porción de él: de su equilibrio, su armonía, su velocidad o su fuerza. Pues las palabras, como los árboles, también pertenecen por derecho propio al aliento de la vida.