La muerte de Dios es el fin del Absoluto, pero no el final de la religión. Hay otra forma de vivir, otro modo de hacer frente a las preguntas fundamentales de la vida, a los interrogantes acerca del sentido de la existencia. Es lo que Joan-Carles Mèlich ha llamado, siguiendo a Milan Kundera, la prosa.
La prosa es la vida de las singularidades, de la materia no material, de los objetos que tienen su historia, de esos pequeños instantes de placer que abren las puertas al infinito. La prosa es el mundo de los encuentros casuales, de los abrazos antes de salir de viaje, de las caricias en los momentos en los que se abren las puertas del infierno. La prosa es el ámbito de la experiencia ética, la del estar-ahí, la de la respuesta a la demanda del cuerpo de alguien que sufre, la de la amistad, la de la fecundidad, la del erotismo y la del placer. Y la prosa es también la apertura a la religión del ateo, una religión contraria a lo sagrado, una religión prosaica en la que la bondad ha sustituido al Bien y en la que la compasión ha ocupado el lugar de la Justicia.