Los cuarenta años de amistad entre estos dos grandes artistas se preservan en su correspondencia, breve y espaciada hasta el estallido de la guerra en 1940, más frecuente y expresiva desde entonces, cuando dejan de tener la posibilidad de encontrarse y conversar de viva voz. Los acontecimientos los convierten en vecinos –Bonnard en su pequeña villa de Bosquet sobre las alturas de Cannes y Matisse en el hotel Régina en Cimiez–, pero también los aíslan en su retiro. «Tengo necesidad de ver otra pintura que no sea la mía», escribe Bonnard el 9 de febrero de 1940,
y Matisse, en noviembre del mismo año: «Tengo necesidad de ver a alguien y es a usted a quien quiero ver». Un apremio declarado que refleja la conmoción colectiva que supuso la guerra y sus efectos sobre dos artistas que por edad y autoridad parecerían estar más allá de cualquier consejo o confidencia. Monachi dispersi, como los llama Jean Clair en su esclarecedor prólogo, hermanos laicos de una comunidad invisible que intercambian sus pequeñas o grandes desgracias y sus modestas alegrías porque se saben consagrados a un servicio infinitamente más importante que ellos mismos: para ambos, la pintura constituye ante todo el ejercicio paciente y obstinado de un oficio. Y es en la aparente banalidad de los acontecimientos relatados, en la domesticidad de las palabras que emplean y el pudor de las emociones confiadas donde se ve reflejada esta tarea infinita de la que ellos no son más que modestos patrocinadores. Desde el primer «Viva la pintura» que Matisse envía a Bonnard hasta la postrera carta, en la que éste expresa su admiración por la obra de su amigo por última vez, el intercambio entre ambos es un testimonio inestimable para profundizar en su producción y en su visión compartida del arte y la vida.