El descubrimiento de estas veintitrés cartas enviadas a una dama cuya existencia ignorábamos conforma una deliciosa novela epistolar. Marcel Proust ya sufría el incordio del ruido entre las paredes forradas de corcho de su dormitorio cuando el doctor Charles D. Williams, dentista estadounidense, trasladó su próspera consulta al piso de arriba, en el número 102 del boulevard Haussmann. Proust y Marie Williams, la esposa del doctor, una mujer culta y sensible de temperamento artístico, pronto se convertirían en asiduos corresponsales, rivalizando en cortesía y estilo. Las cartas tratan, ante todo, del ruido de las obras en el piso de los Williams, que torturan a Proust durante las horas de sueño y trabajo; pero también de música, pues la señora Williams es una apasionada melómana y toca el arpa, de rosas, naturales y metafóricas, intercambiadas con las cartas, de la enfermedad la suya y la de su vecina– y de la soledad. Desgraciadamente no tenemos las cartas de la señora Williams, pero por las de Proust podemos apreciar el refinamiento con el que se expresaba en ellas. En sus respuestas despliega todas sus artes de seducción, hace brillar su humor, su cultura y el característico genio proustiano para iluminar el dolor. El escritor no sólo desea complacer a una vecina que posee la llave del silencio, sino que siente también por esa otra reclusa auténtica simpatía, una forma de afecto. El doctor Williams y su esposa dejarán el boulevard Haussmann al mismo tiempo que Proust, que, obligado a mudarse como consecuencia de la venta del inmueble, lo abandonará el 31 de mayo de 1919. Sus últimas cartas se han perdido, no sabemos si contenían una despedida apasionada o viraron al tono convencional de las relaciones formales. Él y la señora Williams se vieron en persona como mínimo una vez, pero jamás habló de ella con nadie.