Esta novela es una crónica del mal en estado puro. El mal como rutina. Un hombre joven y ocioso, que practica el running por vicio y que atiende el huerto de un amigo, se empecina en una discusión con un vecino y transforma su vida, como quien cría palomas o colecciona sellos, en la de un sádico cruel. Pero es una historia tan inmoral que su malvado desenlace provoca una sonrisa en el lector horrorizado. Y sonreír al mal no debe ser muy encomiable, aunque Stieg Larsson o Quentin Tarantino tengan tantos millones de seguidores.
Con una prosa que va matando moscas de manera certera, Mario Marín recrea un paraje que nos trae aires del Santuario de Steinbeck o del Tiempo de silencio de Martín Santos. Con esta obra se confirma que el asombro que su anterior novela, El color de las pulgas, causó a los editores, no fue casualidad.