Durante más de tres siglos, el Ejército y la Armada de España mantuvieron una ardua lucha contra unos enemigos audaces e irreductibles, los moros de Filipinas, concentrados principalmente en las islas de Mindanao y de Joló. Fue una guerra despiadada, durante la cual, hasta sus últimas etapas, ni se concedía ni se recibía cuartel.
El escenario fueron mares inclementes y traidores, sembrados de arrecifes coralinos y de bancos de arena, en los que la simple navegación ya era una hazaña, más aún
cuando estaban infestados de embarcaciones hostiles, cargadas de tripulaciones dispuestas, en caso preciso, a luchar hasta la muerte. Se combatió también en junglas impenetrables, bajo un sol abrasador, sembradas de trampas y ricas en enfermedades letales, que diezmaban a las tropas con más saña que los krises y las balas.
Normalmente, el colofón de los enfrentamientos era el ataque a cottas o fuertes, erizadas de lantacas y de fanáticos defensores, casi invulnerables a la artillería, con
el asalto a pecho descubierto como única táctica posible, trepando por escalas o agarrándose a las anfractuosidades, bajo una lluvia de proyectiles, para llegar al ansiado, y a la vez, temido cuerpo a cuerpo.
El prestigioso historiador Julio Albi de la Cuesta, autor de clásicos como De Pavía a Rocroi, Banderas olvidadas o ¡Españoles, a Marruecos!, nos presenta la primera
historia completa de una guerra secular y encarnizada que solo halló el fin con la invasión estadounidense del archipiélago. Ni españoles ni moros, como dignos
enemigos, realmente llegaron a envainar las espadas. Así, inconciliables adversarios llegaron a compartir rival, un broche paradójico, pero, de alguna manera, apropiado
para tan larga y empeñada lid.