En un día siberiano de finales de febrero de 1974, Peter Handke, en carta a su editor Siegfried Unseld, dibujó un libro: «Me encantaría que estos tres poemas aparecieran en un libro de bolsillo, intercalados con tres o cuatro ensayos que en puridad no son ensayos, sino más bien unos poemas con una inclinación política más abierta y que actuarían como contraste. […] Imagino un libro apasionante, concentrado y directo. Me gustaría hacer unas fotos más para el ensayo sobre arquitectura […]». Ese libro –catálogo de perplejidades ante el sinsentido del mundo, la carrera de armamentos, el correr sin cuento de las opiniones ajenas, el descaro con el que las tecnocracias, ayer y hoy, organizan un espacio de libertad vigilada, «todavía en obras y ya una ruina»– es este libro. Frente a la noche del mundo, Handke rescata a la lengua del hábito adquirido y del gesto vacío, y transmite la alegría del niño que trata los objetos como trata las palabras: rompe, juega y recompone, y todavía no pone una cara cuando es fotografiado.